La semana pasada, un concierto. En New York. El Ensemble Ictus, que es de aquí, tocó primero; después, el Ensemble MAE, de Holanda. Una de las obras más interesantes del programa fue una pieza para triángulo solo del jóven compositor mexicano Hugo Morales. La pieza empezaba con el triángulo apoyadado en una almohadilla azul que restringía las vibraciones del metal: los golpes (con palillos de materiales diferentes) resultaban en sonidos apagados, audibles solamente gracias a la estricta amplificación. De repente, el percusionista levantó una de las puntas del triángulo y la dejó apoyada en el empeine de uno de sus piés: el sonido, al estar menos constreñido el instrumento, se volvió más brillante (pero no mucho). Al rato, agotadas las variantes del sonido que ofrecía la nueva posición, el percusionista agarró el metálico resonador y lo sostuvo en la mano: más amplitud de movimientos, pero no tanta como cuando (en una orquesta normal) el triángulo cuelga de un gancho y puede vibrar libremente. ¿Fueron diez minutos? La pieza nos pareció una maravilla. La maravilla se debía tanto a la calidad específica de los sonidos como a la impresión de proeza técnica: debe ser la primera (posiblemente sea la última) pieza para triángulo solo, instrumento mínimo (los niños lo usan mucho en la escuela). Teníamos la impresión de observar el comportamiento de un instrumento nuevo, aunque lo que sucedía era el resultado de que Morales hubiera forzado a un antiguo instrumento a hacer cosas que usualmente no hace.
Forzamiento, constricción: el flash de las palabras me hizo pensar en un texto escrito por el compositor, el profesor, el diseñador de software Thor Magnusson: “Hoy por hoy, un músico que trabaje con tecnología digital se confronta con una panoplia de herramientas musicales que pueden ser caracterizadas, grosso modo, a través de una división entre software de producción musical pre-configurado, por un lado, y, por el otro, entornos de programación de audio como SuperCollider, CSound, Pure Data, Max/MSP, ChucK o Audiomulch (para mencionar unos pocos). Los problemas de los primeros residen en las constricciones conceptuales y compositivas que son impuestas a los usuarios por herramientas que definen claramente el rango de expresiones musicales disponibles. Por esa razón, muchos músicos, para combatir la fosilización de la música en receptáculos estilísticos, muchas veces deciden trabajar con entornos de programación que les permiten una experimentación más amplia. Y sin embargo, surge aquí el problema del alcance expresivo prácticamente infinito del entorno, que a veces resulta en una parálisis creativa o induce el frecuente síntoma del músico que se vuelve ingeniero. En consecuencia, se puede detectar una estrategia común, que definimos aquí como la de diseñar constricciones: el diseñador de instrumentos, el compositor o el ejecutante (una distinción que muchas veces es irrelevante en estos dominios) conciben un sistema de constricciones de nivel relativamente elevado, que circunscribe un espacio definido para la expresión potencial, sea de naturaleza compositiva o gestual”.
Por supuesto: la restricción de los medios (en el dominio digital o fuera de él) es una manera de inducir (como se induce un trance) la capacidad de decidir en un entorno de complejidad abrumadora. Pero hay un segundo motivo, me parece, que se me aclaraba esta mañana, leyendo un libro de Sebastián Seung (Connectome. How the Brain’s Wiring Makes Us Who We Are), que estudia la organización de las vías de señalización en el cerebro. La parte que me llamó la atención trata de un problema práctico que padecen los científicos: que hay muchísimos, que todos hacen experimentos, posiblemente los mismos, y descubren, por eso, las mismas cosas, todo el tiempo. ¿Cómo se puede hacer un descubrimiento que no hagan todos (algunos de esos todos) los demás? Seung: “Despues de escuchar rumores de la invención del telescopio en Holanda, Galileo se puso a construir el suyo. Experimentó con diversos lentes, aprendió a hacer cristales y eventualmente fue capaz de hacer los mejores telescopios del mundo. Estas actividades le dieron la capacidad de hacer descubrimientos astronómicos, porque podía examinar los cielos con instrumentos que otros no tenían. Si uno es un científico que puede adquirir instrumentos, es posible conseguir algunos que sean mejores que los de sus adversarios (y esto depende de su habilidad de conseguir fondos). Pero una ventaja más decisiva puede conseguirse si uno construye un instrumento que el dinero no puede comprar”. La presuposición, formulada de manera general: “Cosas valiosas que no se han hecho todavía pueden hacerse solamente por medios que no han existido”.
Es así: en un universo hiper-poblado, donde sospechamos (es lógico) que otros hacen lo mismo que hacemos, para muchos de nosotros no hay razones suficientes para realizar el intento desesperado de componer, digamos, una melodía original (una historia original, si somos principalmente escritores). “Cosas valiosas que no se han hecho todavía” pueden resultar, si resultan, de “instrumentos que el dinero no puede comprar”. Los compositores inclinados al diseño de software pueden confiarle a esa actividad la tarea; para los que no (o para los que menos), la vía normal es la de emplear instrumentos existentes de maneras tan anómalas que no sea extravagante suponer que lo que sea que salga de allí se desprenderá de la corriente interminable de rutinas musicales, la extenuante carrera de las composiciones. Reducción de la complejidad y búsqueda de la distinción: las dos cosas se producen hoy por hoy en condiciones muy diferentes incluso a las del pasado más inmediato. Y estas condiciones ¿cuáles son?