Más allá del muro del sueño | Beyond the wall of dream


(Una versión de cierto relato de H. P. Lovecraft | A (Spanish) version of a story by H. P. Lovecraft)

Mi rol es conocerlo, al montañés, me dije: a Esláter. La mayor parte de las visiones nocturnas consisten en tenues y fantásticas reflexiones de las experiencias de la vigilia (el simbolismo freudiano es pueril), pero algunas de ellas tienen un carácter etéreo y trascendente que no admite interpretaciones ordinarias. Su efecto es perturbador y vagamente excitante. Sugieren que hay una esfera de existencia mental que no es menos importante que la vida física. De ese otro dominio (ya sabré cuándo hacerlo) nos separa una barrera que no podemos traspasar. Cuando perdemos la conciencia terrestre adquirimos una vida incorporal muy diferente, pero al despertarnos nos queda apenas una levísima noción. De estas memorias confusas podemos inferir mucho y probar poco. Es posible que la vida, la materia, la vitalidad en las formas que adquieren en los sueños, diferentes al modo como tales cosas se conocen en la tierra, no sean constantes. Ni el tiempo ni el espacio existen tales como los concebimos cuando estamos despiertos. Iré adonde estén los jóvenes, me uniré al vasto número. Esta vida menos material, me parece, es nuestra vida verdadera. Una luz verde hará levitar a esta tierra. Nuestra presencia en el globo terráqueo es un fenómeno secundario o virtual.

Una tarde del invierno de 2001 (ahora solamente puedo retener los números menos importantes) me desperté de mi ensueño juvenil. El manicomio estatal en donde hacía mi residencia incorporó a un hombre cuyo caso desde entonces me obsesiona. Se llamaba José Esláter, o a lo mejor Eslaater: a él me refiero. Tenía la apariencia de una típica criatura del norte: uno de esos extraños, repugnantes descendientes de cierta raza nativa cuyo aislamiento de tres siglos en los montes de una región apenas explorada los ha hecho descender en una especie de degeneración bárbara, en lugar de avanzar con sus hermanos de mayor fortuna, los que emigraron a los distritos de población más densa. El es mi principal objetivo. Para esta gente, los que no saben distinguir entre las piedras y los frutos, ni la ley ni la moral existen, y el estado general de su mente es inferior al de cualquier otra sección de los habitantes del país.

Tales cosas ¿hace falta decirlo? no son constantes en el tiempo. Esláter, a quien cuatro policías habían traído a la institución, y que había sido descrito como un personaje sumamente peligroso, no mostraba ningun signo de esta disposición cuando lo ví por primera vez, en el departamento de los reemplazantes, sosteniendo un bol a la altura del pecho. Aunque era más alto que la media y tenía el torso ancho, signo de sus ejercicios, le debía su apariencia de inofensiva, de absurda estupidez al marrón pálido y letárgico de sus pequeños ojos húmedos, a la brevedad de una barba que nunca afeitaba y a la saliva que siempre le chorreaba por la comisura de los labios. Daba la impresión de alguien que, si tiene la posibilidad de elegir, prefiere siempre comer papas. No sabíamos su edad (le dí otra mirada a su carpeta), porque es propio de esta gente no conservar ni registros ni lazos familiares permanentes, pero a juzgar por su calvicie parcial y el deterioro de sus dientes, el cirujano principal de la institución le atribuyó cuarenta años. Yo, por mi parte, me sentía como un vagabundo sentado frente a una chimenea.

Supimos por los documentos de los médicos y jueces que este hombre, este vagabundo, siempre había sido visto como extraño por sus primitivos socios. Por la noche dormía más allá de la hora normal y al despertarse mencionaba cosas que nadie conocía de manera tan bizarra que aterraba incluso a los miembros del obtuso populacho. Todas las partes de la población tienen alguna forma de lenguaje, y él no era uno de esos hombres que nunca habla. No es que su lenguaje fuera inusual, pero mezclaba el español con aquellas otras lenguas inestables que apenas había aprendido. El tono y el tenor de sus enunciaciones eran de tan misteriosa inflexión que nadie que lo escuchara podía dejar de tener miedo. El mismo parecía siempre asustado y confundido, como si viera mujeres escalando las paredes de los edificios, y una hora después de despertarse se olvidaba de todo lo que había dicho, regresando a su bovina, casi amable normalidad, idéntica a la de los demás habitantes de los montes.

Las aberraciones matutinas de Esláter se volvían más frecuentes y violentas a medida que envejecía, y un més antes de que llegara a mi institución había ocurrido la chocante tragedia que llevó a su arresto. Un día, cerca del mediodía, tras una borrachera de ginebra cuyo curso se había iniciado hacia las cinco de la tarde precedente, se había despertado emitiendo ululaciones tan horribles que varios vecinos acudieron al ruinoso rancho donde vivía con su familia, que era tan indescriptible como él. A esa hora, yo estaría poniendo algun orden en mi colección de cadenas. Salió al frío, balanceando los brazos, dando saltos en el aire, exclamando que estaba decidido a llegar a cierta “casa muy grande de tejas, de paredes, de pisos que brillan, donde se escucha, ruidosa en la distancia, una música peculiar”. Tal vez escuché sus gritos, o los confundí con una alarma. Cuando dos de sus vecinos, dos hombres de moderada corpulencia, trataron de retenerlo, luchó con fuerza y furia maníacas, gritando que quería, no, que necesitaba encontrar y matar a cierta “cosa que brilla y se agita y se ríe”. Su actitud era la de un suplicante, pero, luego de derribar de un golpe a uno de sus captores, se arrojó sobre el otro en un éxtasis demónico y sangriento, chillando que iría a “saltar por el aire e incendiar su paso a través de lo que fuera que quisiera detenerlo”.

La familia y los vecinos, en pánico, escaparon, y para cuando los más valientes volvieron Esláter se había ido. En el suelo, frente a la cabaña, encontraron una masa irreconocible, una pulpa, donde una hora antes había un hombre. Ninguno de los montañeses se atrevió a perseguirlo, y es probable que hubieran celebrado su muerte, pero cuando varios días después escucharon sus gritos, que venían de una quebrada distante, se dieron cuenta de que había conseguido sobrevivir y que tendrían que encontrarlo y capturarlo. Temían que, llevando todavía su anillo nupcial, se pusiera a saltar por el aire: tal vez hubieran sido demasiado severos. Organizaron una partida armada, cuyo propósito (diferente al de su origen) fue dictado por uno de los impopulares policías que, por accidente, se unió luego a los perseguidores.

Al tercer día encontraron a Esláter, inconsciente, en el interior de un árbol ahuecado. Lo llevaron a una cárcel próxima, donde psiquiatras que habían llegado de la capital, tras esperar que recuperara su lucidez (que se tocara), empezaron a examinarlo. El les contó una historia muy simple. ¿Qué quería que creyéramos? Les dijo que una tarde reciente se había quedado dormido, tras beber mucha ginebra, y se había despertado de pie, con las manos ensangrentadas, en la nieve anterior de su cabina, con el cadáver deformado de su vecino Pedro Esláder a sus pies. Horrorizado, había corrido al bosque, con la imprecisa intención de abandonar aquella escena del que parecía ser su crimen. No sabía nada más. Su personalidad era muy problemática: el interrogatorio de los expertos no resultó en ninguna información adicional.

Esa noche Esláter durmió en calma y a la mañana siguiente se despertó sin exhibir otros nuevos signos que una cierta alteración en la expresión. Yo marqué este día en mi calendario. El Doctor Barnard, que había estado observando al paciente, creyó notar un brillo de cualidad peculiar en sus ojos, y un apretamiento, un apretujamiento imperceptible, como de determinación inteligente, en sus labios. Pero al ser interrogado Esláter recayó en la habitual somnolencia del montañés y repitió lo que había dicho otras veces.

A la tercera mañana el primero de sus ataques mentales ocurrió. Despues de exhibir gran inquietud durante el sueño, saltó de la cama tan agitado que cuatro hombres tuvieron que combinar sus fuerzas para controlarlo. Los psiquiatras escucharon con atención lo que les decía: su curiosidad había sido excitada por las sugestivas e incoherentes historias de su familia y sus vecinos. Esláter deliró durante quince minutos, balbuceando frases (en su dialecto) sobre verdes edificios de luz, océanos de espacio, música extraña, montañas y valles en sombras. Pero habló sobre todo de una misteriosa entidad ardiente que se estremecía de risa, burlándose de él, que parecía haberle infligido terribles daños. Su deseo mayor era consumar su venganza: asesinarlo. Para alcanzarlo, decía, tendría que atravesar abismos de vacuidad, incendiando todos los obstáculos que se interpusieran en su camino. Así hablaba. Así hablaba. Súbitamente se calló: el ardor de la locura se extinguió en sus ojos y con estólido asombro les preguntó a sus interrogadores por qué lo sujetaban con correas. El Dr. Barnard desabrochó el cinturón y no volvió a ponerle el arnés de cuero hasta la noche, cuando convenció a  Esláter de que lo hacía por su propio bien.

En el curso de la siguiente semana dos ataques, griteríos, dos crisis más se produjeron, pero nos dejaron pocas enseñanzas. Especulábamos desordenadamente sobre la fuente y el motivo de estas visiones, las visiones de alguien que no sabía leer ni escribir, que nunca había escuchado una leyenda, que no sabía qué cosa es un cuento y, sin embargo, concebía magníficas imágenes: el desafortunado lunático las expresaba en su propia forma simple, hablaba maravillado de cosas que no entendía y no podía interpretar. Supimos que estos sueños, cuya claridad lo dominaban al despertar, eran el fundamento de su angustia. Siguiendo los procedimientos debidos (él ya no hablaba), Esláter fue juzgado por asesinato. Lo absolvieron porque estaba loco y lo confinaron a nuestra institución, donde celebramos la humildad.

En ese momento traspuse la línea de orientación de mi vida hacia el estudio del nuevo paciente. Enseguida comprobé los hechos de su caso. El hombre parecía sentir una cierta simpatía hacia mí, proveniente sin duda del interés que yo no le ocultaba y del carácter calmo de mis interrogatorios: reconoció que era el líder de los ataques recibidos por los que, sin embargo, amaba. No es que me reconociera durante sus crisis, cuando se arrastraba jadeante detrás de su caótico cosmos de imágenes, pero sí en las horas de silencio, cuando se sentaba junto a la ventana a tejer cestas de paja y bambú, y a pensar en las montañas, las carreras, las cacerías que nunca podía disfrutar de nuevo. Era el único miembro de una iglesia escéptica aunque cósmica, pero solamente en sus horas de quietud podía disfrutar de la visión de sus criaturas. Su familia nunca venía a verlo; probablemente habían encontrado otro jefe que los condujera en su existencia temporal, siguiendo la costumbre tradicional de las Montañas de la Decadencia.

Gradualmente, por mi parte, comencé a sentir una gran admiración por Esláter: el hombre era lastimosamente inferior en mentalidad y lengua, pero sus titánicas visiones, aunque las formulara en una jerga imposible, eran cosas que sólo un ser superior o un cerebro excepcional podrían concebir. ¿Cómo, a menudo me preguntaba, cómo podía una imaginación de los montes, una facultad tan degradada, conjurar lugares, luces, enemigos que demandan tanto ingenio? ¿Cómo podía un idiota de los bosques obtener tales nociones de los brillantes reinos de supremo resplandor y proyectar este espacio sobre el que Esláter se desbarraba en su delirio furioso? No podía sustraerme a esta investigación. La vividez de esta vida amenazada, las referencias constantes a viajes y hogueras, aunque inadecuadas, me incitaban a pensar que en esta lastimosa personalidad, en el desorden cuya observación me compungía, existían los núcleos de algo más allá de mi entendimiento y del entendimiento de mis más experimentados pero menos imaginativos colegas.

Y todavía no había podido extraer nada definitivo del hombre. Había averiguado que Esláter, en una especie de vida de ensueño, en una forma a medias corporal, flotaba a través de valles luminosos y muy vastos, a la vista de corrientes, jardines, ciudades, palacios de luz, en una región desconocida para nosotros, donde no era un cretino del campo sino una criatura de importancia, que se movía con autoridad, que dominaba a quien quisiera, pero era acosado por cierto enemigo mortal de estructura visible y etérea, sin forma humana: Esláter no se refería a eso como a un hombre, sino, a lo sumo, como una cosa, una quimera de quien quería vengarse: esta era su obsesión.

De las alusiones de Esláter deduje que se había confrontado con la entidad luminosa, con su huésped, en igualdad de condiciones: poseían naturalezas idénticas, eran capaces de volar a través del espacio y de incendiar todo lo que obstaculizara su avance. A estas concepciones las cifraba (lo dije) en palabras totalmente inadecuadas para transmitirlas, circunstancia que me llevó a la conclusión de que si el mundo del sueño es real, el lenguaje verbal no es el medio que permite transmitirlo. ¿Podría ser que el espíritu (el sueño) que ocupaba este órgano inferior estuviera pugnando desesperadamente por hablar de cosas que la lengua, aunque fuera la más rústica, no podía pronunciar? ¿Era posible que yo estuviera cara a cara con emanaciones intelectuales que explicarían el misterio si fuera posible descifrarlas? No les hablé a los médicos más viejos de estas cosas, porque la edad nos vuelve escépticos, cínicos y poco dispuestos a aceptar nuevas ideas. Además, el jefe de la institución, en los últimos tiempos, me había advertido que yo debía evitar forzar mis emociones: que mi mente necesitaba un descanso.

Durante mucho tiempo había creído que el pensamiento humano consiste básicamente en dinamismos atómicos o movimientos moleculares, susceptibles de ser convertidos en ondas de éter o energía radiante, en calor, en luz, en electricidad. Esta creencia me había llevado a contemplar la posibilidad de la telepatía mental o, al menos, la comunicación de las mentes por medio de aparatos adecuados, y en mis días de estudiante había construido un conjunto de instrumentos similares a los abrumadores circuitos empleados en la telegrafía sin hilos antes de que existiera la radio. Los había puesto a prueba con la colaboración de un compañero (me recluía hasta alcanzar la certeza de que podría actuar), pero no había logrado ningún resultado, y los había guardado con mis otros desechos científicos, por si les encontraba algun uso en el futuro.

Ahora, en mi intenso deseo de indagar sobre la vida, sobre el sueño de José Esláter, recobré estos instrumentos y pasé varios días reparándolos. Cuando completé este trabajo una vez más, pensé que ya no perdería (nadie podía entender mi triple naturaleza) ninguna oportunidad para empezar con las pruebas. Ante cada nuevo arrebato de Esláter, yo respondería conectando su mente con la mía, aplicándole mi transmisor (no era necesario horadar el cráneo) en la cabeza, el otro extremo, el receptor, en la mía, y haría ajustes delicados que optimizaran los transportes de energía intelectual entre nosotros. Suponía que las impresiones, las vibraciones obtenidas de ese modo despertarían respuestas en mi cerebro (yo era el otro), pero no sabía si sería capaz de interpretarlas. Por esa razón decidí no dejar que los demás se enteraran de mis experimentos.

Fue el día 21 de febrero de 2001, ese día ocurrió lo que ocurrió. Ahora, cuando vuelvo mentalmente a la noche de ese día (parece tan irreal), cada vez que vuelvo a esa noche me pregunto si el viejo Doctor Fantone no tendría razón cuando me decía que le debía la historia que acababa de contarle a mi perturbada imaginación. Recuerdo que escuchó con benevolencia mi relato, pero cuando terminé sacó un grupo de objetos pequeños del bolsillo, los distribuyó sobre la mesa en un diseño regular, y me impuso una licencia de varios meses. A la semana siguiente partí.

Esa fatídica noche me encontraba muy agitado: era la convicción de que, a pesar (a causa) del excelente cuidado que había recibido, José Esláter estaba por morir. Tal vez fue la libertad de montañés que había perdido, o los disturbios en su cerebro habían crecido demasiado, no sé, no sabíamos la causa, pero las llamas de la vitalidad se extinguían en el cuerpo decadente. Todos llevábamos chaquetas y simulabamos ser fieles a la clausura del cuerpo en este final. Al caer la noche se precipitó en un sueño agitadísimo.

Le desaté las correas que le ponían cuando se iba a dormir: estaba demasiado débil para ser peligroso, incluso si se despertó en el trastorno una vez más antes de fallecer. La radio estaba emplazada cerca de la cama. Uní la cabeza de él con la mía, hice un puente entre los dos extremos cósmicos, esperando recibir el primero y último mensaje de su mundo mental en el breve espacio de tiempo que nos quedaba. En la celda, con nosotros, estaba una enfermera, una mediocre que no entendía el propósito de mi aparato, que no quiso saber cual era su objetivo, que, con el paso de las horas, se durmió. Yo mismo, arrullado por la respiración, la rítmica respiración de esta criatura de otro sexo y la del hombre moribundo, me dormí un poco después.

El sonido de una extraña melodía (muy lírica) me despertó. Los acordes, las vibraciones, los armónicos, los ecos me comunicaron su pasión y trajeron, en ráfaga, un estupendo espectáculo de belleza última del cual yo era parte. Paredes, columnas, muebles, arquitrabes de fuego ardían en el aire. Encima mío, veía una cúpula de esplendor indescriptible. Todo era precioso. Fundiéndose con esta pantalla de monumentalidad palaciega, o suplantándola como en rotación, se vislumbraban amplias llanuras y valles agraciados, montañas y grutas, tangentes cósmicas cubiertas con cada uno de los atributos clásicos, tal vez convencionales, del paisaje encantador, poblados por etéreas entidades de plástico, que participaban más del espíritu que de la materia. Noté que mi propio cerebro era la clave de estas encantadoras metamorfosis; cada vista cambiante me daba más deseos de profundizar la contemplación. Recordé la circunstancia en la que estaba: recordé a Esláter. Yo estaba allí para ayudarlo: él era mi cliente. Traté de integrar cada terrible letra de sus mensajes, de agregarme a él incluso en el miedo a la derrota. En medio de este ámbito elíseo no me sentía un extraño, sino que cada imagen y sonido me resultaba familiar.

Entonces, el aura resplandeciente de mi hermano de luz se acercó y se dispuso a celebrar un coloquio conmigo, de alma a alma, en el silencio de un intercambio de nociones, aunque tal vez a una velocidad menor. Se aproximaba la hora del triunfo (mientras tanto, sin duda mis colegas se evadían en la lectura de revistas, mientras reflexionaban sobre la servidumbre a la que los confinaban sus deudas). Yo me preparaba a seguir al maldito opresor incluso a sitios donde las voces de las criaturas se rompen y solamente pueden emitir larguísimos gemidos, o esa otra dimensión donde todos producen clacks con sus mandíbulas hasta quebrarse los dientes. Avanzamos durante un plazo breve de tiempo (un período de hierro), cuando percibí un ligero desvanecimiento de la imagen y desaparecieron los objetos que nos rodeaban, como si recordaran las modalidades la tierra, las superficies expuestas, muy sensibles, donde yo no quería volver. Mi hermano de luz, como si creyera encontrarse en una casa incendiada, me pareció que sentía un cambio también (no me gustó que lo sintiera): parecía estar dispuesto a salir de la escena, desapareciendo de mi vista a un ritmo algo menos rápido que el de los demás objetos. Esta sería, lo supe, la última vez. El opresor nos llevaría a los confines de la Vía Láctea. Tal vez yo debería llevar conmigo la estatuilla que siempre me había protegido (tal vez ayudaría al hombre que seguía viviendo en José Esláter).

Noté que el moribundo se movía. José Esláter se había despertado, probablemente por última vez. Me miraba con ojos que luminosamente (¿era cierto?) se expandían. Las mejillas tenían manchas de color que antes no estaban presentes y apretaba con fuerza los labios, como si le volviera la fuerza del carácter. Le atravesaba la cara una tensión y movía sin descanso la cabeza. Ni la manía ni la degeneración eran visibles en este individuo que me parecía tan atractivo como cualquier otro. Los movimientos no despertaron a la enfermera, pero desorganizaron un poco los cables de mi telepática radio; me preocupó perder los mensajes de despedida que el soñador podría tratar ahora de entregarme. En este momento mi cerebro se percató de una influencia externa que operaba sobre él. Cerré los ojos para centrar mis pensamientos más profundamente y me ví recompensado por el conocimiento positivo que mi larga solicitud de mensajes mentales por fin había sido oída. Sabía que cada idea que mi lenguaje intelectual formara me llevaría a nuevas asociaciones de conceptos y expresiones que podría transcribir en mis cuadernos y luego publicar en boletines. Transmisiones se formaron rápidamente, y aunque no emplearan (no realmente) el lenguaje, me parecía que estaba recibiendo el mensaje en castellano corriente.

“José Esláter está muerto”, bramó la voz petrificante de una agencia que provenía de más allá del muro del sueño. ¿Era una persona? Abrí los ojos para buscar en el espacio del cuarto la fuente de esta anunciación. Los ojos clarísimos de Esláter estaban todavía (tranquilamente, casi dulcemente) posados sobre mí; su rostro seguía animado por una inteligencia diferente. No era él, no era él. El espectáculo seguía. “Él está mejor muerto: su personalidad lo volvía incapaz de soportar el intelecto activo de las entidades celestiales. Su cuerpo bruto no podía someterse a los ajustes necesarios entre su vida individual y la etérea existencia que recorre el planeta. Tenía demasiado de animal y demasiado poco de hombre; sin embargo, es a través de esta global deficiencia que ustedes (que usted) han llegado a descubrirme,  a descubrir una instancia de lo cósmico que las almas racionales desconocen. Pero no fui feliz: Esláter ha sido mi tormento y mi prisión todos los días de cuarenta y dos años terrestres.

“Soy una entidad como aquella en la que usted se convierte en la apertura del sueño. Soy el hermano de luz del moribundo: he flotado con él en el secreto de irisados valles. No me estaba permitido que le dijera al despertar en la tierra cual era su verdadero ser, pero lo cierto es que todos somos los itinerantes de amplios espacios y viajamos a través de muchos siglos. El año que viene, en el verano, pueden encontrarme (a lo mejor) en el Egipto antiguo o en el imperio de crueles Tsan Chans que va a advenir en tres mil años. Es posible que usted y yo hayamos visitado alguno de los mundos que giran en torno a la constelación de Arcturus y establecido domicilio en los cuerpos de insectos y filósofos que se arrastran con orgullo en la cuarta luna de Júpiter. ¡Qué poco que la tierra conoce a la vida! ¡Qué imperfectamente la mide! Pero es posible que sea mejor así, que pueda mantener mejor así la tranquilidad…

“De mi opresor, Esláter, no puedo hablar. En la tierra, sin quererlo, ha sentido mi presencia próxima y lejana, intuitivamente, como a través de sus vísceras, y ocasionalmente al ver mi forma celestial: la de la luz parpadeante en las proximidades de Algol, la Estrella Demoníaca. En conquistar al opresor me he esforzado en vano por eones, retenido por las cargas corporales que me infligía. Pero esta noche, por fin, ejecuto mi alucinante y cataclísmica venganza. No puedo hablar más, ya que el cuerpo de José Esláter se enfría y se vuelve rígido, sus miembros y particularmente su cerebro van dejando a vibrar: exactamente como lo deseo. Usted, señor, ha sido mi único amigo en este planeta, la única alma sensible que me ha buscado dentro de la forma repelente que yace en la cama. Nos volveremos a reunir, quizás en los días de niebla de Orion, la constelación de las espadas, tal vez en un páramo prehistórico en Asia, posiblemente en los eventos de una noche que no recordemos o en alguna forma que emerja cuando el sistema solar haya sido, por fin, disgregado”.

En este punto, las olas de actividad intelectual cesaron abruptamente, y los pálidos ojos del soñador (del muerto) comenzaron a parecerse a los de un pez. En el estupor le tomé el pulso: nada. Las mejillas empalidecieron nuevamente y los gruesos labios se entreabrieron, revelando los repulsivos colmillos del degenerado José Esláter. Temblando le arrojé una manta sobre la cara y desperté a la enfermera. Luego, en silencio, me fui a mi propia celda.

¿Y el clímax, cual fue? La ciencia ignora los efectos retóricos. Solamente he establecido ciertos hechos inmediatos, únicos: ahora pueden archivarlos y volver a ellos cuando quieran. Mi superior, el viejo doctor Fantone, negó la realidad de todo lo que les he contado. Lo atribuyó al cansancio y dijo que necesitaba urgentemente vacaciones (¿en qué colonia?). Me concedió una licencia con sueldo completo. Piensa que José Esláter no era más que un paranoico de grado bajo, cuyas fantásticas nociones debían haberle venido de la herencia de toscos relatos populares que circulan incluso en la más decadente de las comunidades. Todo esto me dijo; pero no puedo olvidar lo que ví en el cielo, desde la ventana del corredor del hospital, la noche siguiente a la muerte de Esláter: una estrella nueva, próxima a los parajes de Algol.

La noticia circuló en un segundo. Despues de que Esláter muriera, un estúpido testigo citado por los medios dijo que deberíamos haber agregado otro test. El test final. El 22 de febrero, mi hija fue liberada. Para entonces, estábamos en la ruina. La estrella, durante veinticuatro horas, brilló con más fuerza que todas sus vecinas, pero luego se fue desvaneciendo hasta ser imperceptible. Mi siguiente trabajo fue en la Universidad de Corrientes.