Este es un texto que acaba de salir en la revista argentina Las Ranas.
Fennesz mismo reconoce que no hay mucho más que pueda hacerse. Que el material no puede mejorarse. La música de Mahler, digo. Pero de todas maneras vale la pena que nos detengamos en su esfuerzo, que ahora podemos escuchar en un disco llamado Mahler Remixed. Son casi setenta minutos de música hecha a partir de grabaciones de algunas de las sinfonías, en general muy procesadas, en cuatro pistas que pueden comprarse, a precio de artista, en el sitio Bandcamp (fennesz.bandcamp.com).
Fennesz es austríaco; Mahler también. Como hace poco fue el centenario de la muerte del compositor, es probable que Fennesz haya recibido una comisión institucional y que este sea el origen de la obra (Mahler Remixed fue presentado por primera vez, en concierto, en un festival en Vienna). Pero la confluencia de los dos músicos no es un accidente. Christian Fennesz (que nació en 1962) pasó una parte particularmente formativa de su juventud tocando la guitarra en bandas de rock. Sus influencias más significativas en esta etapa, nos dice, fueron My Bloody Valentine y Sonic Youth. Estas bandas, como saben, sumergían melodías vocales más o menos flotantes o secuencias esqueléticas de notas de esquelética guitarra en planos de distorsión a los que les aplicaban dosis masivas de reverberación. Cuando uno escucha la obra que Fennesz ha estado haciendo en la última década se vé la conexión en el nivel de las estructuras sonoras. Pero el músico austríaco, además, había nacido en el momento justo para ser contaminado, en el nivel de las creencias sobre lo que puede hacerle la música a una vida, por el complejo de ideas, deseos e imágenes que encarnaban otras organizaciones más viejas: los Rolling Stones (el sexo en los hoteles, los autos, los aviones, las corridas en pantanos del sur americano con venerables músicos de blues, la impasividad espléndida que causan ciertas drogas) y, de manera más rara, los Beach Boys (las narcóticas mañanas, los acordes que ningún desarrollo resuelve, los cuerpos disueltos por el sol).
Fennesz no tuvo un éxito precoz. A comienzos de los ’90 se incorporó a cierta escena que iba formándose en varios sitios de Alemania y Austria y vinculaba la exploración del ruido con los banales misterios del bajo pulsante y profundo que eran la clave de la nueva música electrónica. La tecnología en sus puntos de falla. Lo digital a distancia de la asepsia. Fennesz sacó un par de discos interesantes pero no particularmente memorables en la segunda mitad de los años 90 y, por fin, en 2001, otro llamado Endless Summer. Verano sin fin, interminable. Este disco evoca los fantasmas de una California (la de, precisamente, los Beach Boys) que este austríaco podía solamente imaginar. Los fantasmas en cuestión toman allí la forma de escuetas melodías de guitarra apenas eléctrica y vibráfono que sumergen descargas brutales y continuas de un ruido blanco que representa otra manera de la felicidad. En este disco se estableció el vocabulario del artista, que luego lo exploró en grabaciones sucesivas y en conciertos donde se presenta con una discreta Mac y su guitarra, casi siempre solo aunque a veces acompañado por artistas de video, como fue el caso en los conciertos sobre Mahler en Vienna, Estambul y New York, donde participaba, en improvisaciones de imágen en movimiento, otro austríaco cuyo seudónimo es Lillevan.
Me puse a escuchar el disco de Fennesz y volví a leer el extraordinario libro de Theodor W. Adorno sobre Mahler, tal vez mi preferido en el dominio de la crítica musical. Este libro se resiste abiertamente a la simplificación, pero yo llevo años simplificándolo, para uso personal, en una serie de tesis: las sinfonías de Mahler proponen una forma particularmente desaforada del potpourri, que incorpora, sin asimilarlos, fragmentos de la música banal, de pueblo, en cuyos tristes y entusiastas encadenamientos Adorno pensaba que se había cifrado para siempre, en lo que concernía al compositor, una felicidad luego cancelada; el tono es frenéticamente vago, todo permanece en flotación, entre el modo mayor y el menor, con momentos de interpenetración que resultan en planos especialmente nebulosos; todo está todo el tiempo bajo amenaza de ruptura, y la ruptura acaba por suceder en los momentos de alguna manera inesperados en que el edificio musical parece deshacerse bajo la presión de tensiones que ha venido acumulando casi sin saberlo.
La manera mahleriana de combinar estos dinamismos no puede mejorarse, pero es posible ensayar una combinación semejante empleando los medios de los que dispone un músico nacido hace medio siglo, que toca la guitarra y emplea computadoras donde corren programas como Max/MSP, y cuya situación en el mapa de las escenas musicales es incierta: el disco de Fennesz está basado en esta confianza. Mahler Remixed, en efecto, es una especie de potpourri: de fragmentos de obras del compositor recogidas de grabaciones que no se identifican y son casi siempre irreconocibles, pero también de frases de guitarra que vienen sobre todo de un disco del año pasado, Bécs. Este disco es probablemente el mejor de Fennesz desde Endless Summer, tal vez porque vehicula aquellos ecos o resonancias del rock más clásico. De su sentimentalismo. Propensión al potpourri, sentimentalismo: de estas cosas lo acusaban a Mahler. En cuanto a Theodor W. Adorno, se había dado cuenta de que la profundidad de sus sinfonías dependía de su proximidad a estas superficialidades, que era también una resistencia a crecer como se debe. Música por momentos inmadura: así era Mahler, y así es Fennesz, cuya ocasional puerilidad contrasta con la madurez característica de la mayor parte de la composición e improvisación de vanguardia, madurez que muchas veces es una fuente de asfixia.
Como la de Mahler, la música de Fennesz es muy lujosa, aunque de una manera que no descarta la dificultad y la aspereza. Como la música de Mahler, combina la flotación y la ruptura. En Mahler Remixed la flotación es producida pasando grabaciones de las sinfonías por el tamiz de un efecto granular (que digitalmente descompone la música en partículas que aloja en el interior de burbujas de espacio sonoro que luego dispersa) y superponiendo pasajes diferentes, particularmente las muy frecuentes secuencias en las sinfonías donde los instrumentos, en unísono inestable, se elevan en una ola que a veces rompe y a veces no, pasajes perfectos para Fennesz, cuyo imaginario es usualmente acuático (California en Endless Summer, Venecia en el disco llamado Venecia). El resultado son momentos donde hay tantos centros tonales que el oído no puede decidirse en dirección de cual de ellos gravitar. Como a estas mezclas el músico les agrega porciones de reverberación que hace que se escuchen como si se desplegaran en un vasto ámbito de piedra irregular, el resultado es un complejo de bandas oscilantes, un paisaje de criaturas laminares que se exponen al menor cambio en las condiciones de la atmósfera.
En cuanto a la ruptura, Fennesz le confiere su realización a diversas variedades de distorsión, especialmente digital. A diferencia de la distorsión analógica que encontramos en lo que hacían aquellos guitarristas (en My Bloody Valentine, en Sonic Youth, también en los Stones) de los cuales toma tantos elementos de su vocabulario, distorsión que multiplica los armónicos de manera impredecible, la distorsión digital corta, interrumpe, degrada y encierra. En los pasajes donde Fennesz moviliza estos procesos es como si el contenido se encontrara con un límite que, al tocarlo, lo desintegra. ¿Al contenido o al límite? ¿La música atraviesa el borde que la técnica le ofrece o este borde la destroza? No lo sabemos: el paraje que atisbamos es el sitio de un gran confinamiento. Vasto, sí, como decía, pero limitado por muros muy rígidos. Interminable, pero visto a través del cristal de una pantalla en la cual hay grietas, sí, pero cuya integridad aun no cede.
En fin, el material de Mahler no puede mejorarse. Pero el tratamiento subraya aspectos peculiares de ese material y los traspone a otro presente de la técnica, que posee otro pasado de la música. Necesitamos las mejores ejecuciones de concierto (Rafael Kubelik, Claudio Abbado, Simon Rattle) pero, ahora que lo escucho (leyendo al imprescindible Adorno), el procesamiento de Mahler por Fennesz me resulta también indispensable.