Un viaje a China

Entre el 25 de octubre y este lunes, el 7 de noviembre, estuve en China, en Beijing y en Shangai. Este es un brevísimo diario del viaje:

Octubre, 25. Llegada. El hotel. La terraza. Mirada rápida hacia Wangfujing.

26. La Ciudad Prohibida. Exposición de estatuas budistas. El primer taxi. Almuerzo: bife. La Torre del Zorro. En el parque, la multitud de los perros. Otra multitud en la estación. Regreso a través de la antigua Calle de la Legación, pensando en Patricia Werner, asesinada. Paso rápido por el sur de Tian’anmen. El hutong de los escritores y luego Liulichang (todo cerrado).

27. La residencia del Príncipe Gong: descubrimiento de las rocas. El templo budista y caminata por los callejones de la Torre del Tambor y la Torre de la Campana. El gris constante, muy variado, de pizarra. El Templo de Confucio y, sobre todo, las hileras triples de estelas inscriptas (189).  Extenuado en el Templo de los Lamas. Pato de Pekín.

28. El Palacio de Verano. Irritación; dolor de la pierna (la que lleva la bota ortopédica). Subida y bajada de la colina: malhumor. La fuga en taxi. Las masas de edificios a los costados de la ruta. Zona 798. Zeng Fanzhi. La Galería Pace. Regreso y, más tarde, por la noche, el Restaurant del Templo (el sommelier, un joven que no creció, en una región rural, bebiendo vino: Philippe).

29. Salida de la ciudad. Las tumbas Qing del este. Sombrías noticias presidenciales. Atisbos del campo: ferias pobres. Por primera vez, el único. Ambivalencia hacia Cixi y comprensión, más tarde, del feng-shui. Un evento: corte de luz en el Palacio Subterráneo. Otro evento: desfile de la policía en el patio anterior. Triunfo. Cena irrelevante.

30. En las Colinas del Oeste. La gran feria: cortes de pelo en la vereda, torneos, recitales. Tumba de un eunuco, entreabierta: donaciones. El Museo Nacional de China. Los gestos de las estatuas de la dinastía de los Han. Narración de ladrillos labrados. La sala de propaganda: Mao se asoma a los abismos. Por la noche, Made in China.

31. El Palacio del Cielo. Un hombre inmóvil en un rincón de la terraza. Frío de la mañana y sol sobre el pasto de un verde nunca visto. El templo taoista y el edificio de la CCTV: mejor de noche. Otra vez Zeng Fanzhi. Exploración de las cortinas.

Noviembre, 1. Cambio de més. El tren bala (las horas horizontales). Shanghai: en las antípodas (casi) de Rosario: de ahí la semejanza de los árboles. Primera vista de Pudong. Cena francesa: hongos con caracú.

2. Los bazares, hacia el sur, antes de abrir. El primero de todos en el Jardín de Yu: observación repetida de las rocas. Aprecio de la ligereza: altura de las autopistas. El Museo Long. Un instrumento hecho de miles de placas metálicas y una muestra de pintura de las dinastías Song y Yuan. Más tarde, Xintiandi (la habitación de los abuelos en una casa-exposición) y la antigua Concesión Francesa. Shopping Center.

3. Juegos de agua en la Plaza del Pueblo. El Museo de Shangai: los peces pintados por el monje Xugu bajo las luces que se encienden y se apagan. Indiferencia ante el Templo del Buda de Jade pero dulzura del Buda mismo. M50: los cuadros enchastrados por un lentísimo robot. Cena en Yi Long Court (azúcar en la piel del cerdo).

4. La ciudad de los túneles. Las Sombras de Warhol: inmóvil durante más de una hora, del mismo modo que los guardias. Ian Cheng: disociación. Caminata por el litoral, seguido por las balsas. Tofu fresco, por fin. El capitalismo, estadio superior del comunismo.

5. El diario chino de Juan L. Ortiz y su disparatada traducción de Mao. En el observatorio más alto del mundo, un viejo lleva una bolsa de plástico en la mano: revolución cultural. Debajo, más tarde, elegancia sobrenatural de dos jóvenes en el metro. Tomás en Roblox. Una visita.

6. El Parque del Pueblo: hileras de paraguas en el piso, con carteles. Continuidad de los masajes. Una jarra de bronce. Dr. Strange.

7. El día brevísimo: paneles art deco. El terror de la partida.

Sigmar Polke, Eine Winterreise

Una breve reseña de cierta muestra de Sigmar Polke que acaba de salir en Otra parte semanal (http://revistaotraparte.com/semanal/)

Hay una muestra de Sigmar Polke en Nueva York en estos días. Es una pequeña retrospectiva de pinturas montada en cuatro vastas salas de la galería David Zwirner (en esta ciudad cada vez es más tenue la diferencia entre museos y galerías). Le han dado el título de Winterreise, y las pinturas pertenecen, casi todas ellas, a la fase más fuerte de la carrera del pintor: entre los años ochenta y los noventa. La muestra, extraordinaria, me hizo pensar una cosa: que Polke era el gran artista de los estados hipnagógicos, las transiciones entre la vigilia y el sueño. En todo caso, de estos estados tal como los describía Vladimir Nabokov en su autobiografía Habla, memoria.

“Justo antes de quedarme dormido —escribía Nabokov—, a veces soy consciente de una conversación unilateral que sucede en una sección contigua de mi mente, de manera bastante independiente de la tendencia de mis pensamientos. Es una voz neutral, distanciada, anónima, que descubro pronunciando palabras que no tienen ninguna importancia para mí: una frase en inglés o ruso, que ni siquiera me está dirigida, y tan trivial que no merece que la repita, así no estropeo su llaneza con un montículo de significación. Este inocente fenómeno parece ser la contrapartida auditiva de ciertas visiones que preceden al momento en que nos quedamos dormidos, que también conozco muy bien […]. Van y vienen, sin la participación del atontado observador, pero son esencialmente diferentes de las imágenes de los sueños, porque aquel todavía es dueño de sus sentidos. Muchas veces son grotescas. Me acosan perfiles canallescos o enanos floridos, de rasgos burdos, con narices u oídos hinchados. A veces, sin embargo, mis fotismos adquieren una cualidad flou que es sedante, y puedo ver (como si fueran proyectadas en el interior de los párpados) grises figuras que caminan entre colmenas, o pequeños loros negros que se desvanecen gradualmente entre montañas nevadas, o una lejanía color malva que se funde más allá de mástiles que se mueven”.

Esto, precisamente esto, es lo que sucede en las mejores pinturas de la muestra. Si es cierto que el surrealismo aspiraba a componer escenas como se componen en los sueños, Polke ensayaba el arte quizá más difícil de componer escenas como se componen en estos momentos hipnagógicos, cuando lo que sea que pugna por estabilizarse en el temblor general de la conciencia debe tolerar el acoso de apariciones grotescas que lo cruzan y disoluciones que le forman una corona en torno, en un mundo que está hecho de vapor. La oscilación entre lo lírico y lo grotesco en estas pinturas en general enormes sucede a veces en el espacio de milímetros: una pincelada que pareciera sugerir mástiles o postes que se mueven en la lejanía se revela como la nariz de un ridículo demonio que no puede llegar al primer plano porque interrumpe su evolución un manchón de un blanco de semen que debe ser, ahora nos parece, una playa o el lomo de un camello. Las decisiones se multiplican, por eso, en todas partes: las que tomó Polke hace muchos años, cuando pintó estas cosas, y las que nosotros tomamos ahora que las vemos, preguntándonos si estos cuadros y nosotros, respirando en conjunto en esta sala, somos criaturas del orden o el azar.

Sigmar Polke, Eine Winterreise, David Zwirner, Nueva York, 7 de mayo – 25 de junio de 2016.

 

Peter Doig

Un texto sobre una muestra del pintor Peter Doig en New York (publicada en Otra parte semanal (revistaotraparte.com/semanal/)):

La galería que estos días muestra obras recientes de Peter Doig está a la vuelta de otra donde se exhiben, junto con antiguas estatuas, vasos y mosaicos griegos y romanos, varias de las pinturas de gladiadores y caballos que Giorgio de Chirico realizó en la década de 1920. Fue instructivo visitar las exposiciones el mismo día, porque hay un aire de familia en común entre los dos programas. Nunca me habían gustado demasiado aquellos cuadros de de Chirico, que conocía por reproducciones, pero ahora, al verlos, encontré enormemente atractivas las escenas de combatientes de cuerpos discretamente deformes que se enfrentan como si posaran frente a espejos donde, como son ciegos, no pueden verse, en cuartos burgueses que son demasiado pequeños para contenerlos, o caballos sin ojos que corcovean anárquicamente junto al mar. No sabía que estos cuadros estaban pintados de la manera más lujosa, con rápidas, punzantes pinceladas que son como rasguños o las marcas entrecruzadas de uno de los mejores períodos de Jasper Johns. La observación de las trayectorias de los rasguños y las pinceladas en el rectángulo de tela nos hace olvidar por un momento lo descabellado de estas imágenes de figuras perdidas en una época que no es la suya y que tratan, sin embargo, de mantener su mejor compostura, pero en el momento mismo en que fijamos la atención en los sinuosos recorridos de la técnica nos detiene y nos distancia lo absurdo de lo que nos presentan. Salvando las distancias, una oscilación semejante me provocan las pinturas, ahora en la galería Michael Werner, de Peter Doig, que nació en 1959 en Edinburgo, Escocia, creció en Trinidad y luego en Canadá, definió su estilo pictórico en Londres y hoy vive, sobre todo, en Port of Spain.

Dos en especial son mis preferidas: un jinete a caballo en un vasto espacio crepuscular, frente a un tapial (o una mera distribución de rectángulos), que nos mira con la expresión vagamente idiota característica de las marionetas y muñecos de James Ensor. Lo demónico de este personaje de apariencia por lo demás benéfica, orgulloso como está de su atavío, se debe a cuernos que le salen a la altura de las sienes y son, bien mirados, los extremos de una canoa cuya parte central su cabeza nos oculta. Otra canoa vemos en una pintura también monumental llamada “Pesca con arpón”. Como en el cuadro del jinete en su caballo, el género es el nocturno. Como la otra escena, esta tiene una atmósfera “simbolista”: el paisaje nos promete revelaciones. En la canoa hay un personaje sibilino: una mujer (pienso) que vemos de perfil, casi sin rasgos, cubierta con un mantón amarillo. No sabemos qué puede hacer acompañando a un hombre vestido con un traje de buzo de un naranja algo exorbitante que tiene un gran arpón en la mano, como si fuera a enfrentarse a algún gran animal marino como los que seguramente no aparecerán en este espejo de agua inerte. Es difícil adivinar qué cosa pueden haberse dicho alguna vez las partes de esta hermética pareja, o decidir si el buzo es el que comanda la expedición o espera las órdenes o las sugerencias de su acompañante. La escena no alcanza a ser ridícula, pero la sublimidad del tratamiento (amplios planos de colores líquidos interrumpidos por regiones de pintura abigarrada) parece fuera de lugar.

Tres de los cuadros en la galería Michael Werner incluyen leones, como los que Doig dice que ve todo el tiempo pintados en los muros de la ciudad donde vive y cuya presencia subraya la atmósfera de mundo de leyenda que domina la exposición. Los tres tienen algo de los paisajes metafísicos que de Chirico pintaba antes de ceder a su fascinación con los gladiadores y los caballos, y donde figuras aisladas se detienen en espacios definidos por edificios de contornos simples y horizontes invariables, pero el tratamiento hace pensar en aquellos cuadros de Matisse donde la tela, en su desnudez árida, aparece en los intervalos de color desvaído. La más curiosa de las pinturas se llama “Estudio de noche (Studiofilm y club de raqueta)”, donde alguien que suponemos que es Peter Doig se nos presenta en una breve contorsión frente a una superposición de planos que tal vez sean obras en curso: el artista, en su estudio, durante la noche, parece a punto de saltar o acaba de recibir un impacto que lo hace retroceder hacia el plano que flota a sus espaldas. La misma ambigüedad reina aquí que en todas las otras pinturas de esta muestra donde los procedimientos y figuras de una escena artística de hace más de cien años (por momentos pensamos en Gauguin, por momentos en Redon, en Ensor, en Matisse) se movilizan nuevamente para componer misteriosas mascaradas que suceden en un mundo cristalino que es el teatro donde posan figuras gobernadas por una potencia cómica y ausente, cuyas reglas no podemos recobrar. Todo nos incita a suponer que estas imágenes, derivadas en general de fotografías antiguas descompuestas y recombinadas, han resultado de un proceso que incluye mil descartes: nos parece que estuviéramos en presencia de una repetida interrogación, el trabajo de alguien que retira capas y capas de un volumen (siempre tenemos la sensación de que las superficies hubieran sido raspadas, rayadas, grabadas incluso) para descubrir lo que sospechamos, como él, que no hay razón para esperar que nadie encuentre. Extraordinaria, sorprendente exhibición de la posible vitalidad de la pintura.

Envidia / Envy

La mesa de la sala verde de reuniones del Comité de Seguridad Pública, en Paris, en 1793, era ovalada. No nos sorprende: lo esperábamos. Desde entonces, el comité se puso a condenar: más de mil, muchos más de mil, guillotinados lejos del centro de la atónita ciudad, para que la sangre no infectara el agua que no había otro remedio que beber. Otros, muchos años después, nos hablarían de eventos y perturbaciones de un orden opresivo, pero alrededor de esa mesa se sentaban hombres simples y asustados.

Así fue que fui dejando de creer en la cosas que creía. ¿Y qué me puse a creer? Creí que era cierto que las tropas revolucionarias vencieron en la batalla de Fleurus gracias a la información que consiguieron los observadores que habían hecho levitar en un globo aerostático, el primero: desde allí, por encima de los árboles, pudieron evaluar la trayectoria del ejército de Austria. Creí también (y sigo creyendo) que el rasgo más lamentable de mi carácter es una fuerte propensión a la envidia. Esta creencia, continuamente confirmada, me ha llevado a abandonar casi completamente el oficio de crítico: sospecho que la severidad de mis observaciones se debe a esa propensión y es, por lo tanto, injusta.