Envidia / Envy

La mesa de la sala verde de reuniones del Comité de Seguridad Pública, en Paris, en 1793, era ovalada. No nos sorprende: lo esperábamos. Desde entonces, el comité se puso a condenar: más de mil, muchos más de mil, guillotinados lejos del centro de la atónita ciudad, para que la sangre no infectara el agua que no había otro remedio que beber. Otros, muchos años después, nos hablarían de eventos y perturbaciones de un orden opresivo, pero alrededor de esa mesa se sentaban hombres simples y asustados.

Así fue que fui dejando de creer en la cosas que creía. ¿Y qué me puse a creer? Creí que era cierto que las tropas revolucionarias vencieron en la batalla de Fleurus gracias a la información que consiguieron los observadores que habían hecho levitar en un globo aerostático, el primero: desde allí, por encima de los árboles, pudieron evaluar la trayectoria del ejército de Austria. Creí también (y sigo creyendo) que el rasgo más lamentable de mi carácter es una fuerte propensión a la envidia. Esta creencia, continuamente confirmada, me ha llevado a abandonar casi completamente el oficio de crítico: sospecho que la severidad de mis observaciones se debe a esa propensión y es, por lo tanto, injusta.