Barcelona. Libro de los pasajes, de Jorge Carrión

Recién reseñado en Otra parte semanal (http://revistaotraparte.com/semanal/):

Leí Barcelona. El libro de los pasajes dos veces. Una vez en Nueva York, en mi estudio, recordando lo mejor que podía la ciudad que describe. La segunda vez fue en Barcelona, de regreso de un partido en el Camp Nou, de ver al equipo de la casa en la platea, entre visitantes alemanes y noruegos, mientras la hinchada clamaba por la libertad de Cataluña. La intensidad de la lectura, comprenderán, fue diferente. Tal vez por eso este libro que me había parecido antes fantástico ahora me resultó, además, urgente: en su elogio de una Barcelona minuciosamente magmática, hecha de napas sobre napas, que se dividen y encadenan hasta que la napa más profunda se pierde en las corrientes subterráneas, como el orden municipal se pierde en los pasajes, que no son en este libro exactamente los que organizaban el proyecto de Walter Benjamin que el título cita. Los pasajes de Barcelona… no son (no siempre: a veces sí) las galerías techadas de Benjamin, sino lo que reconocemos de esa manera en Argentina: calles que no son del todo calles, sendas que no son del todo sendas, lonjas de espacio que a veces parece que hubieran quedado donde quedaron un poco por descuido, por distracción, por un lapsus de cálculo de los urbanistas. Cada uno de ellos es un individuo sin especie. De ahí tal vez provenga su misterio, la sensación de que esas anomalías usualmente breves deben alojar maravillas o monstruos. De ahí que las guías y los catálogos los ignoren o supriman.

El libro de Carrión construye una contraimagen de la ciudad que ignora la polaridad, familiar a los turistas, del Barrio Gótico y el Eixample, la ciudad antigua y la moderna, y se organiza por el recorrido de esas zonas que “son grietas en el modelo Barcelona, son ranuras que —unidas— configuran otro mapa de la ciudad, un mapa que se extiende hasta los confines que nadie incluye y en el tiempo hasta los orígenes que nadie evoca”. Grietas, en estricto sentido: es que “cuando estás en un pasaje no estás ni en un camino ni en una calle, la ciudad todavía no ha evolucionado definitivamente, el tiempo es antiguo, en pausa, levemente ritual”. Este fragmento que consigna la experiencia del autor como practicante del “pasajismo o pasajerismo” (los nombres que le da a la disciplina que postula) es una excelente descripción de la experiencia de este lector al recorrer su libro. Son doscientas veintiséis secciones en dos series. Las secciones pares son citas. ¿Y las impares? Historias, reflexiones, divagaciones, entrevistas. Intermezzi, como los que Roland Barthes adoraba en Robert Schumann. El intermezzo, decía, “no tiene como función distraer, sino desplazar”. Un encadenamiento de desplazamientos es la colección de piezas que Schumann llamó Kreisleriana, donde, Barthes agregaba, “no escucho ninguna nota, ningún tema, ningún diseño, ninguna gramática, ningún sentido, nada que pudiera reconstruir ninguna estructura inteligible de la obra”. Y esto mismo es lo que a mí, del libro de Carrión, me encanta: la impresión de un discurso que, rehusando a fijarse en una estrategia o un estilo, se evade y desentiende de saber qué cosa es, qué identidad podrán atribuirle, porque sospecha que solamente así tiene una chance de serle fiel a su brumoso objeto.

 

Nick Cave and the Bad Seeds, Beacon Theater, New York

Un show reseñado en Otra Parte Semanal:

http://revistaotraparte.com/semanal/musica/nick-cave-and-the-bad-seeds-en-el-beacon-theater/

Lo que no esperaba es que el concierto fuera así. El sitio, sin embargo, es adecuado: el escenario de este viejo teatro antes vetusto está enmarcado por dos estatuas doradas que sostienen mástiles o lanzas que suben hacia el techo. Es como si el paredón ornamental fuera a venírsenos encima, incluso a nosotros que esperamos en los palcos. Gracias a dios no compramos entradas abajo, en la platea. Es que el concierto todavía no ha empezado y ya la gente se amontona en el frente de la sala. Poco después de las ocho, el grupo entra. Nick Cave levanta los brazos esqueléticos. Es australiano, tiene sesenta años, es el único miembro constante que la banda —más de tres décadas en su trayectoria— conserva. Últimamente estuvo mucho en los diarios: es que su hijo adolescente se cayó de una barranca, durante su primer viaje de LSD, y se mató.

Es difícil no pensar en este horrendo incidente cuando Cave, de azul metálico, termina la canción de introducción, casi a capella. Revuelve los papeles que tiene en un atril y camina los cinco pasos que lo llevan hasta el borde del escenario. Alguien levanta un niño en su dirección; Cave lo invita a que suba. “With my voice, I am calling you”: el estribillo de la canción que procede a cantar. “Con mi voz, te llamo”. Todo es desastre: soledad, enfermedad, caída. Nos cuesta sacarles la mirada al crooner y a su momentáneo partenaire. Si lo hiciéramos, notaríamos que a la derecha, muy quieto, hay un guitarrista. El baterista está detrás, y el bajista, sobre una plataforma. Hay campanas, gongs, tambores en la zona donde opera Jim Sclavunos, uno de los miembros más antiguos de los Bad Seeds. A su izquierda, un organista. En un extremo, en la sombra, está Warren Ellis, violinista, guitarrista y el colaborador más constante del cantante, de traje también, con la barba canosa y muy larga. Parece que fuera una orquestita de hombres casi viejos que van a tocar a casamientos, bautismos, funerales. Envejecidos por el alcohol y los rigores del desierto que atraviesan como pueden. El desierto de las canciones del disco que presentan, Skeleton Tree, y de los grandes éxitos que pronto intercalan. Mientras los canta, Cave no puede abandonar por más de unos instantes el borde del escenario. Cada vez que lo hace el público vuelve a atraerlo; él les toca las puntas de los dedos a las manos pacientes que se extienden. A veces se zambulle sobre la ondulante multitud y las mismas manos lo sostienen. Las canciones que canta son historias de hombres en desgracia, que mantienen como pueden la virilidad algo absurda que les resta. A veces no sabemos si es que insulta a sus fieles o los convoca a que reafirmen vaya a saber qué dignidad, que no sabemos quién quiere quitarles. Menos aún terminamos de entender cuál es la naturaleza exacta de este espectáculo, y si la reacción más conveniente no es la del adolescente que, en la butaca al lado de la mía, se ríe a carcajadas.

Se ríe de las invocaciones severas a los bares donde beben y colapsan y las residencias donde apenas viven hombres que recitan las páginas desordenadas de un libreto de la masculinidad que ya no saben si entienden. Y a medida que el concierto va moviéndose hacia el final, entre acordes infernales, nos parece alucinar otra presencia que nos visita a través de esa figura escuálida y brillante que va caminando por encima de los hombros de la feligresía mientras canta el estribillo de la última canción, “Push the Sky Away”. Esa es la tarea que nos impone: empujar el cielo. ¿Para qué? Para nada, por supuesto. Vuelve al escenario, cada vez más transportado. Y el espectro se define: es Elvis Presley. Nick Cave, músico, escritor y artista plástico, ha venido a provocar la fugaz reencarnación del Presley más hinchado. El de Las Vegas y Hawái. Tuttiincreíble de la banda. Salto brusco del cantante, que cae, extenuado, de rodillas. Todos se secan el sudor con sus toallas. Y así se termina la comedia.