Un primer capítulo | A first chapter

En el pasado, fuera del alcance de nuestra memoria, en una de las fases de alegría del planeta, el Unico había emergido bajo la forma de un maestro. El nombre que había tomado era Túber. Había renunciado a los placeres del mundo y se ocupaba solamente del estudio y la enseñanza. En la serenidad: así pasaba el día (en su mente, una imagen del sol, aunque azul y elíptico; otras veces, una canasta con uvas o un vaso cubierto por una servilleta). Veía a todos los seres como la prole de ausentes conquistadores; era imperativo educarlos, alejarlos del estruendo, para que vieran su naturaleza.

Los encadenamientos no tenían principio ni fin, todos nacían y morían, hablábamos interminablemente pero a la hora de decir lo esencial teníamos que quedarnos en silencio. Y cerca de nosotros vivía un propietario: Tarpanag. Su sirviente: Kempa. Se pusieron a estudiar con el maestro. Por la noche mantenían los brazos levantados y practicaban visualizaciones rápidas. Habían escuchado que Túber proponía esta doctrina: que mantenerse en armonía con los procesos a veces divergentes del entorno era el método que había que seguir. Y se dijeron: “¿No significa eso que debemos hacer lo que deseamos? Lo que sea…” Empezaron a preguntarles esto a los demás y pronto todos hablaban como ellos. Y un día acudieron a proponerle la cuestión al maestro. ¿Qué respondió Túber? “El camino es lo que sucede en el presente”.

Tarpanag y Kempa se pusieron muy contentos. “Acéptanos en tu escuela”, le pidieron a Túber. “Seguiremos este método en el que nada está prohibido”. Y Túber: “Sí, perfecto”. Tarpanag se convirtió en monje; Kempa siguió siendo su sirviente.

Un día Tarpanag acudió al maestro para hacerle una pregunta. “¿Cuál es el camino en el que prevalecemos sobre todo?” “Si la existencia permanece desbloqueada en aquel de sus lados que se orienta a conocer, todas las cosas se vuelven como parpadeos lentísimos o sogas que cuelgan del borde de un barco.” “¡Fantástico! ¡Es así! ¡Exaltaciones! Por supuesto…” Este era el discípulo que creía entender lo que el maestro le decía. Pero no entendía nada: se fijaba apenas en la superficie de las frases, sin considerar su espíritu. En cambio, Kempa entendió perfectamente. Obtuvo la unificación. Por un momento, experimentó una ligera náusea. Sintió que debía abandonar la habitación de su dueño (que dormía). Cerca de la cama, dejó la frazada y los muñecos.

Tarpanag notó su desacuerdo. Lo confrontó. Kempa le dijo (alerta, nervioso) que pensaba que estaba equivocado. Equivocado. Por completo. Tarpanag lo envió al exilio, a una provincia diferente, donde no tuviera que verlo nunca más. Hacerlo incrementó su orgullo, ya excesivo. Confiado, fue a preguntarle a Túber qué pensaba de este desacuerdo. Túber, estricto, le respondió: “Hay que entender la doctrina como la entiende Kempa”. Tarpanag se enfureció. “Si fuéramos iguales a los ojos del maestro, hubiera dicho que los dos estamos en lo cierto. Pero, en cambio, prefiere ir en contra de sus enseñanzas. ¡Que se vaya también! ¡Al exilio!” Más orgullo, más orgullo, y Túber exiliado. De ese modo, Tarpanag malentendió las enseñanzas del Unico. Al no ser capaz de someterlas al doble análisis que exigen, permaneció fijado en su propia incomprensión.

Eufórico o desesperado, se consagró a prácticas extremas. Desenterró cadáveres de los cementerios para comérselos. Los despellejaba y con la piel se fabricaba vestiduras. Ayudaba en sus tristes tareas a los animales que vivían en esos sitios: perros, buitres, cerdos. Traía prostitutas a sus prolongadas orgías. Y un día se murió. Pasó las quinientas vidas que siguieron reencarnado en la forma de chacales. A las quinientas vidas posteriores las pasó reencarnado en los cuerpos de niños destinados a ser muertos y luego devorados por seres viciosos: constantemente lo mataban y él volvía a reencarnar. Luego (otras quinientas vidas) fue convirtiéndose en especies diversas de halcones. Y luego (quinientas más, y otras quinientas) reencarnó como mosquitos y parásitos que todos aplastaban. Quinientas vidas más pasó entre las criaturas que viven en pilas de vómitos, en parásitos que viven en los cuerpos de animales pequeños, espíritus que viven en las fibras de los muertos, en las piedras o los árboles. Madera y polvo: esto es lo que comía. Y seguían matándolo y tenía cada vez que renacer. Quinientas vidas tuvo que pasar en vientres diversos.

Y luego vino la secuencia de los infiernos. Infiernos pobres e infiernos exquisitos. Infiernos entreabiertos e infiernos clausurados. En alguno de ellos estaría Tarpanag cuando se hizo, repentinamente, esta pregunta: “¿Cómo es que llegó a pasarme esto?” El Unico lo oyó y sin pronunciar ninguna palabra le indicó que este era el karma adjudicado y en curso de adjudicación. Tarpanag, arrepentido, se lamentó. Una fuerza lo extrajo del sitio donde estaba y lo transportó a otra secuencia de espacios, otra secuencia infernal: ochenta mil vidas tendría que pasar en ella, entre el infierno de los choques, el de las dispersiones, el de los despeñamientos. Le tocó reencarnar como una de las potencias que destruyeron el mundo. El mundo fue destruído. Y él no dejaba de nacer. El mundo, con el tiempo, regresó.

En este mundo apenas establecido, quiso entrar en el vientre de una prostituta. Gestó allí durante nueve meses, pero en el noveno més la mujer murió. La gente del lugar dijo esto: “Este niño huérfano, este niño ilícito, será fuente de polución donde sea que lo críen: hay que abandonarlo sobre el pecho de su madre”. Dejaron el cadáver (el recién nacido encima de él) debajo de un árbol de frutas que nunca maduraban, en cuyo tronco anidaban serpientes. Los pájaros, en las ramas, tenían deseos tóxicos.

El niño se aferraba al pecho de su madre, le chupaba los senos, extrayendo un pus que lo hizo vivir por siete días. La sangre que bebió a continuación lo hizo vivir siete días más. Los pechos, que comió, lo hicieron vivir diez. Gracias a los órganos internos vivió otros siete meses. Cuando había terminado con su madre, buscó otros cadáveres. Se vestía con la ropa que encontraba. Se fortaleció gradualmente. Adquirió poder sobre los seres que viven en zonas intermedias. Los malignos del dominio carnal resolvieron obedecerlo. Su aliento  diseminaba la enfermedad; su mirada paralizaba a los que veía. Tenía el cuerpo (extenso, hinchado) cubierto de ceniza blanca y azul. En el cuello, llevaba un collar de calaveras. El cabello era marrón (jamás, por supuesto, lo lavaba). Le salían alas (las plumas, de colores variados) del cuerpo: podía volar. Como tenía la consistencia del lodo y, a la vez, la integridad de lo más integrado, podía nadar con la mayor rapidez. Las uñas eran duras como el pico o los talones de un buitre: cuando penetraba en alguien lo enfermaba. Veía a todo hombre como alguien a quien matar y a cada vagina como algo que penetrar.

A veces caían piedras sobre él, pero muy lentamente, de manera que podía esquivarlas sin dificultades. Estaba en eso el día en que el otro, como si se hubiera extraviado en su camino, apareció. Ninguna sombra lo había anunciado. Había llegado, al parecer, la fase de maduración de aquellos frutos. Creció el volumen del rumor. Y entonces…

(Continuará)

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